domingo, 11 de mayo de 2008

París mon amour.

Nos acercamos a los 40 años de aquella revolución juvenil que tomo por
asalto las calles parisinas y desde las orillas del Sena se propagó
como reguero de polvora por el resto de las capitales europeas y
llego rapidamente a algunos países latinoamericanos. Es bueno esta
cuestion de los aniversarios, de homenajes para analizar y
reflexionar que quedó de todo aquello.
Y como podemos rescatar, si es que existió alguna vez, ese espiritu
juvenil y subversivo de querer patear el tablero y cambiar todo.
Aqui una opinión sobre la Nouvelle Vague a punto de cumplir sus jóvenes 50 años.
¿ Que quedo de todo aquello?
¿ Que nos dicen hoy aquellos realizadores?

A leer esta opinión autorizada de Carlos Boyero publicada en Babelia
el sabado pasado sobre lo que queda del día.
Buen domingo de otoño.

REPORTAJE: DAGUERROTIPOS
¿Qué queda de nuestros amores?
CARLOS BOYERO 10/05/2008

Los definieron como la nouvelle vague. Van a cumplir la peligrosa edad
de cincuenta años. Tiempo definitivo para constatar las verdades y las
imposturas, los esplendores y los ocasos, lo profundo y lo aparente,
la moda conjunta y el camino solitario, la revolución y el
estancamiento. Para certificar si aquella ola purificadora se perdió
definitivamente en un mar cenagoso o si sus esencias sobreviven.
Aunque su obra demuestre que cada uno de ellos era de su padre y su
madre, que su filmada visión de las personas y de las cosas no
precisaba de complicidad, nadie podrá cuestionar su profundo amor
hacia el arte de contar historias con una cámara, su buen gusto
inicial, su inteligencia y su pasión en el descubrimiento y la
elección de los creadores más perdurables de la historia del cine.
Releer las críticas, ensayos, actos de amor y de odio, del tan
sensible como combativo Truffaut, del analítico y reflexivo Rohmer,
del enamorado o desdeñoso Godard, del siempre insólito Rivette, sigue
ofreciendo conocimiento y placer, la sensación de que el cine suponía
para ellos una cuestión de fe. Lo hacían con una prosa admirable,
rebosan sinceridad y talento independientemente de los excesos, manías
y caprichos. También percibes que van a ir más allá de la teoría, que
late el anhelo y la determinación de describir e interpretar el mundo
a través de una cámara.

Y el arranque fue cegador, saltándose las reglas convencionales y
desafiando a las imprescindibles, despreciando la iluminación
artificial, huyendo de los decorados, buscando la calle, buscando la
vida, demostrando que se podía ignorar o subvertir el lenguaje clásico
y el intocable abecedario con resultados memorables, liberando de
complejos y de normas estilísticas a los futuros cineastas, incluidos
los listos y los tontos, los visionarios y los posmodernos, los
simuladores y los auténticos, el lirismo con causa y la nadería
ilustrada. Todos ellos pueden afirmar sin sombra de engaño que siempre
han tenido dos progenitores, el biológico y el artístico. El segundo,
si estás convencido de tu creatividad, hayas nacido en París, en Nueva
York, en Marte o en la Conchinchina, se llamará siempre Jean-Luc
Godard.

Como yo nunca he tenido la vocación de hacer cine ni sería capaz de
hacer una película decente, como sólo debo guardar fidelidad a mi
encantada condición de espectador, confieso sin rubor que la
personalísima y sublime obra (afirman los historiadores con complejo
de seriedad, rigor y trascendencia) del revolucionario suizo me ha
provocado indistintamente irritación o bostezo. Cuando todavía
coqueteaba con esa cosa tan burguesa llamada narrativa y cuando
decidió que ya sólo haría "poemas fílmicos", cuando se le entendía
algo y cuando la pretenciosa colitis mental lo inundó todo, cuando iba
de nihilista ilustrado y cuando se propuso traspasar a las imágenes
las enseñanzas del timonel Mao. Pero también se desvirgó en el cine
con Al final de la escapada, una película fascinante y perdurable, con
encanto y desesperación inmarchitables, protagonizada por Jean Seberg,
aquella rubia con el pelo corto y gafas de sol que te hacía comprender
que Belmondo prefiriera morir a perderla. ¿Y qué más me atrae de la
personalidad de Godard? Que se casara con la hermosísima Anna Karina,
que la fotografiara con tanto amor e intensidad en películas en las
que mirarla resulta hipnótico y memorable.

Tampoco me han atrapado jamás los supuestos lirismo y enigma de Alain
Resnais, sus espesas indagaciones en la memoria, sus juegos
metafísicos con el tiempo y el espacio. Últimamente se ha borrado de
territorio tan prestigioso. Hace comedias con toque intelectual,
dándole la vuelta al vodevil de toda la vida. No les pillo la gracia,
me carga tanto su faceta irónica como la críptica. ¿Y monsieur Rohmer?
A lo suyo, a lo de siempre. Él no ha cambiado en su cine, pero
sospecho que sí lo ha hecho mi percepción como espectador. En una
época podía escandalizarme con la ingeniosa certidumbre de Gene
Hackman en La noche se mueve sobre el cine de Rohmer: "Es como ver
secarse la pintura" (traducción literal, aunque en el doblaje español
apareciera la también sabrosa definición: "Es como ver crecer la
hierba"). Me fascinaba Maud y la coleccionista de hombres, las
mentiras que disfraza el lenguaje, la contradicción entre las palabras
y los actos, el encanto y la sabiduría de sus cuentos morales, sus
sabios retratos de mujeres, ya que los tíos de su cine sólo son o
retorcidos, o mentirosos, o cursis, o cretinos. Pero hace tiempo que
no soporto el bla, bla, bla de sus personajes, sean aristócratas que
intentan eludir la guillotina o pastorcillos medievales. En cuanto a
Chabrol, sube y baja, se ha especializado en tarados y taradas, tengo
la sensación de que siempre hace la misma película independientemente
de que le salga mejor o peor. Nada que ver con aquella época grandiosa
en la que rueda sucesivamente las turbadoras y complejas La mujer
infiel, Accidente sin huella, El carnicero y Al anochecer. Rivette
también sigue fiel a sus obsesiones, pero ni antes ni ahora me han
interesado lo más mínimo. Culpa mía, sin duda.

"¿Qué queda de nuestros amores?", se preguntaba Charles Trenet en una
canción que amaba François Truffaut. Pues en mi caso, el recuerdo de
Truffaut y de Louis Malle, revisitar bastantes de sus películas
sabiendo que te van a volver a emocionar. Por ejemplo: las
tragicómicas aventuras de Antoine Doinel, a pesar de encontrar
insoportable a Jean-Pierre Léaud desde que abandonó la niñez, el
clasicismo y la austeridad en blanco y negro de El pequeño salvaje, la
necrofilia de La habitación verde, la dolorosa radiografía de los
vaivenes del amor y del deseo en Jules et Jim y Las dos inglesas y el
amor.

Malle envejeció mejor que nadie. Y no es que de joven fuera lerdo.
Ascensor para el cadalso y El fuego fatuo supusieron un bautizo
inquietante, pero en su cine de la madurez abundan las obras maestras.
Firmadas por un hombre que ya lo sabe todo del anverso y el reverso de
los seres humanos, que posee una enorme capacidad para expresar de
forma penetrante la mezcla de miserias y grandezas, algo constatable
en Lacombe Lucien, Un soplo en el corazón, Atlantic City, Adiós,
muchachos y Vania en la calle 42.

Es curioso descubrir con el paso del tiempo que las películas que más
me gustan de gente que se propuso hacer un cine distinto,
experimentar, arriesgar, contar de otra forma, son aquellas con
planteamiento, desarrollo y epílogo, con estructuras similares al cine
de siempre, a las viejas reglas del juego. -

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