lunes, 21 de julio de 2008

Intelectuales para que ???

Un buen tema para empezar a ver que nos dejaron estos 100 días de
tensiones, discusiones y demás.
Este conflicto desmadrado por obra y gracia del matrimonio Kirchner
nos dejó tela para cortar y temas para analizar.
El papel de los medios masivos es uno y otro con el aquí empezamos es
los intelectuales y el lugar ocupan al momento de mediar en este tipo
de conflictos.
Este gobierno como ningún otro utilizó y convocó a los intectuales
más ilustres del país para que salga a defender desde las pantallas y
las páginas de los medios gráficos.
El miércoles último esto se puso de manifiesto en la pantalla de la
televisión pública de manera evidente.
Es así que desde aquí intentamos discutir, pensar y reflexionar como
algunas mentes brillantes hicieron lo que hasta una década criticaban.
Aquí la opinión de un intelectual que tiene una mirada y crítica del tema.

Intelectuales

Pablo Alabarces
Hace más de veinte años, en un asado de mi entonces familia política,
uno de los convidados celebró un brindis por el país de democracia
reciente, cosa que no lo desvelaba especialmente: diría más bien que
la democracia lo tenía muy sin cuidado.

El país, en cambio, "estaba condenado al éxito", decía el tipo,
mientras hilaba todos los lugares comunes del patrioterismo banal:
todos los climas, un pueblo educado, la unidad étnica, el granero del
mundo. Pero la causa de todos los males del país, afirmaba como
corolario del brindis, eran los intelectuales. Y para colmo, puedo
asegurarlo, me miraba.

Yo venía de leer a Gramsci por primera vez, era docente en el CBC de
la UBA, había escrito mi primera ponencia, leía hasta por los codos,
usaba convenientes anteojos de miope y fumaba cigarrillos negros que
se me antojaban coherentes con el personaje.

El sacudón no consistía en que la frase me demostrara mis poses –para
eso estaban los amigos, claro–, sino en que no podía entender cómo
alguien podía decir semejante simpleza. Era 1987: veníamos de la
dictadura y del terrorismo de Estado, veníamos de la sublevación de
Rico y de la –primera– traición de los radicales. Entre los culpables
de tantos fracasos, los intelectuales no ocupaban ningún lugar,
prominente al menos.

Una de las ventajas de los intelectuales consiste en que hacemos de la
reflexión sobre nosotros mismos y de la autocrítica consiguiente casi
un ejercicio cotidiano. Voy a exagerar mucho, pero podría decir que el
gesto intelectual consiste en mirarse cada día en el espejo y
preguntarse: "¿En qué me voy a equivocar hoy?" Por eso es que llevo
todos estos años empeñado en pensar por qué don Pepe podía decir lo
que dijo ese mediodía nublado y marplatense.

La respuesta es sencilla: porque había comprado una vulgata que en ese
entonces comenzaba a desplegarse y volverse prometedoramente
hegemónica; ese discurso de derecha que decretaba la muerte de las
ideologías y erigía un presunto sentido común indiscutible –por
supuesto, de derecha–, frente al cual los intelectuales éramos
refutadores de leyendas y vendedores de cortinas de humo justamente,
las ideologías.

La realidad era transparente, según ese discurso, y la gente común
–luego conocida como "la gente"– la comprendía sin dificultades, al
contrario de los intelectuales, que no hacíamos más que complicar la
vida haciendo interpretaciones invariablemente tomadas de los libros.
Nunca el barro ni el barrio, nunca la realidad, nunca una fábrica.

Nunca las "cosas sencillas de la vida", a las que éramos impermeables,
dominados por ese mundo de las ideas y las abstracciones que nos
hacían aparatos hegelianos, penetrados por la dialéctica –hasta que un
día los periodistas deportivos llamaron dialéctica a la retórica de
Bielsa, y hasta sin eso nos dejaron–. ésa era la novedad derechista de
los noventa; pero le debía mucho al peronismo, que había proclamado la
calidad indiscutida del sentido común popular ("el pueblo nunca se
equivoca", no lo olvidemos), y que, Jauretche mediante, había
decretado que los intelectuales sólo servían para darle la espalda al
pueblo.

Los intelectuales, puedo decirlo ahora después de dos décadas de
ejercicio, somos algo bastante más complicado y a la vez más útil que
esos estereotipos. Venimos a ser gente que debe mirar donde pocos
miran, donde hay oscuridad (donde hay luz mira cualquiera); que debe
pensar y criticar y cuestionar y proponer, todo a la vez, pero
desligados de intereses, de supersticiones, de pasiones desmesuradas
–es decir: no podemos ser como Macri, que cree en sus empresas, ni
como Carrió, que cree que es el Espíritu Santo. Eso no significa
abjurar de la pasión, pero sí de su desmesura. Y a veces nos sale, y a
veces no. A veces parecemos seres socialmente útiles; muchas parecemos
inútiles privilegiados.

Pero tampoco somos un bloque: la crítica, la obligación de someter
toda creencia al cuestionamiento, nos permite tener diferencias de
toda laya y pelaje. Una de las mejores cosas que la crisis agraria nos
ha traido no es el gorilismo de los ruralistas ni la obcecación
kirchnerista: es la reaparición de los intelectuales como actores,
como sujetos políticos que afirman sus convicciones y las exhiben
públicamente y las despliegan, incluso, en las calles y en los medios.

Pero sólo a condición de que esa exhibición sea apasionadamente
tolerante. Cuando José Pablo Feinmann afirma que a la izquierda del
kirchnerismo no hay nada, se vuelve intolerante. Y ciego: porque a la
izquierda del kirchenerismo hay un lugar inmenso. Ocupado, también,
por intelectuales, que estamos en todos lados, porque ésa es nuestra
obligación.

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