y
ver como nos disciplinan desde diversos lugares...
Buen mièrcoles y saludos desde estas montañas..
La pedagogía moral de los desfiles
Para la autora, las figuras de las modelos son siluetas imposibles de
imitar que impugnan los cuerpos de los demás mortales. Objetos de
deseo y sueños virtuales, fascinan a pesar de que parecen haber
perdido el alma
Por Paula Sibilia
¿En dónde reside la fascinación de los desfiles de moda? El principal
atractivo de esos espectáculos no sería la ropa, sino otra cosa: son
festivales de cuerpos modelo. ¿Pero de qué cuerpos se trata? ¿Por qué
se los celebra como ejemplares? Está claro que son muy distintos a los
cotidianos y, por eso, dan la impresión de ser un poco irreales. Esos
perfiles esbeltos, de largas piernas y vientres torneados, parecen
refractarios a los excesos de la sociedad contemporánea. Con su
delgadez extrema y su rígida elegancia, expresan un trabajo arduo
ejercido sobre la propia carne. Además, con su mudez casi desalmada
-porque las modelos no hablan, ni siquiera sonríen, son pura piel muda
expuesta a las miradas-, con su pertinaz ausencia de palabras o de
cualquier otro exabrupto que pudiera arruinar el cuadro, esos cuerpos
emiten una impugnación dirigida a los simples mortales que los admiran
desde lejos. Orgullosos en su andar triunfante, acusan a los demás.
¿Cuál sería la falta inculpada a los cuerpos irregulares que, con
devoción y a distancia, rinden culto a sus ídolos?
La tradición occidental abunda en referencias al cuerpo como una
oscura prisión del alma. Desde los rigores cristianos de la Edad Media
hasta los decoros burgueses de la era industrial, la carne ha
insistido en aprisionar aquella esencia etérea que misteriosamente nos
anima: el alma, en todas las versiones y formatos que esa entidad supo
adquirir con los vaivenes de la historia. Las rudezas de la carne no
sólo asfixian con su tosca materialidad las delicadezas inmateriales
del alma, sino que también la contaminan con sus impurezas. Basta con
recordar la célebre frase del Fedro de Platón, donde el filósofo
griego alude a "esta tumba que llamamos nuestro cuerpo", un peso
inerte "que arrastramos con nosotros como la ostra sufre la prisión
que la envuelve".
Sin embargo, a pesar de ese linaje, los cuerpos altaneros de los
desfiles no parecen aprisionar alma alguna, ni en el sentido platónico
ni en el cristiano o el burgués, ni tampoco en cualquier otro que
pueda rescatarse de las profundidades de nuestra especie. No es nada
de eso lo que ostentan las siluetas de las modelos, tan llenas de
gracia como vaciadas de grasa. Los cuerpos que relucen en los templos
de la moda no se afilian a esa estirpe contaminada y baja, y
probablemente sea ése el secreto de su encanto. En vez de degradar con
su brutal carnalidad alguna diáfana esencia que estaría más allá de
sus dominios, tanto la expresión de sus semblantes como su andar
sinuoso parecen tener una función moralizadora. Sus figuras se exhiben
como frutos victoriosos de una abnegación que todos deberíamos emular:
dietas, gimnasia, depilaciones, cirugías plásticas, y toda una letanía
de cuidados y privaciones. "La fascinación de la mayoría proviene del
perfil longilíneo y anoréxico de las mannequins , y el punto físico
donde convergen las aspiraciones femeninas de renacer estéticamente
coincide con aquel que nos remite al nacimiento original: el ombligo",
arriesgaba el ensayista brasileño Nelson Ascher hace algunos años. En
tiempos ancestrales, en que la escasez y la sequía eran la norma, la
acumulación de grasa en el abdomen de las mujeres se apreciaba como un
indicio de abundancia y fertilidad, tal como ilustran las estatuillas
prehistóricas de las diosas eróticas de la fecundidad. En cambio, los
vientres descarnados de las modelos parecen exorcizar las
exageraciones de la fiesta consumista de las últimas décadas, gracias
a un diligente menú de las nuevas formas corporales: "estoicismo,
fuerza de voluntad, ambición y suerte", resumía Ascher.
Además de encarnar esos valores -más proclives al ideal apolíneo que
al dionisíaco, más cerca del ascetismo que del hedonismo-, esos
cuerpos se diseñan como imágenes. Son relumbres visuales que pretenden
alcanzar una pureza casi inmaterial, cuidadosamente apartada de todo
lastre carnal, que evoca el universo digital de los programas para
editar fotografías. El mensaje es claro: la carne puede trabajarse
como una imagen para ser consumida visualmente, y así deberían
proceder todos aquellos que deseen conquistar esos altares
contemporáneos. Por eso, no es casual que programas de edición gráfica
como el PhotoShop desempeñen un papel tan importante en la
construcción de los "cuerpos perfectos" expuestos en los medios. Con
esos bisturís de software , los "defectos" y otros detalles demasiado
orgánicos presentes en los cuerpos fotografiados se eliminan. Y las
imágenes así editadas adhieren a un ideal de pureza digital, lejos de
toda imperfección toscamente analógica y de toda v
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