domingo, 22 de febrero de 2009

especial para patricio

estos textos son para el querido amigo Patricio...amante de la pelota,
apasionado por el futbol y sus jugadores...

abrazo y desde la distancia un saludo afectuoso....

que los disfrutes...

Pequeño gran hombre
18:18 | En un texto que Ñ publica aquí en exclusividad, el escritor
italiano Roberto Saviano, que se hizo famoso con su libro sobre la
mafia napolitana (Gomorra), dibuja un retrato conmovedor de uno de los
grandes ídolos del fútbol actual, el argentino Lionel Messi. El
artículo es un recuento de la vida del jugador, los padecimientos para
superar sus limitaciones físicas, pero también una metáfora de la
lucha del héroe contra la adversidad. Saviano evoca a Maradona, habla
del espíritu napolitano y de una zona sagrada en la que Messi ("La
Pulga") es protagonista incomparable. Su crónica ya forma parte de la
saga de los narradores que escribieron sobre el deporte y sus mitos.


Lo encuentro en los vestuarios del Camp Nou de Barcelona, un estadio
enorme, el terce­ro en el mundo. Desde la tribuna, Messi es una
manchita, incontro­lable y velocísima. De cerca, es un chico frágil
pero sólido, timidísi­mo, habla casi susurrando con ca­dencia
argentina, de rostro dulce y terso sin un hilo de barba. Lionel Messi
es el campeón de fútbol vivo más menudo. Le dicen "La Pulga". Tiene
estatura y cuerpo de chico. En realidad, fue de chico –más o menos a
los diez años– cuando Lionel dejó de crecer. Las piernas de los otros
se alargaban, también las manos, les cambiaba la voz. A Leo no le
pasaba. Algo no andaba bien y los análisis lo confirmaron: la hormona
del crecimiento estaba inhibida. Messi padecía una rara forma de
enanismo.

Con la hormona del crecimien­to, se bloqueó todo. Y ocultar el
problema era imposible. Entre los amigos, en la canchita de fútbol,
todos se dan cuenta de que Lionel se quedó: "Hiciera lo que hiciera, o
fuera adonde fuera, siempre era el más chico de todos". Dicen
jus­tamente eso: "Lionel se quedó". Como si se hubiera detenido en
algún lugar. A los once años, con apenas un metro cuarenta, la
ca­miseta del Newell's Old Boys, su equipo de Rosario, en Argentina,
le sobra de todos lados. Baila en los pantaloncitos enormes; los
botines, por más que se ajuste los cordones, un poco los arrastra.
Messi es un jugador fenomenal: pero en el cuerpo de un chiquito de
ocho años, no de un adolescen­te. Justamente a la edad en que,
vislumbrando el futuro, habría que desarrollar un talento, el
cre­cimiento primario (el de brazos, tronco y piernas), se frenó.

Para Messi, es el fin de la espe­ranza que alimentaba en sí mismo
desde su primerísimo debut en una cancha de fútbol, a los cinco años.
Siente que la falta de creci­miento acabó también con cual­quier
posibilidad de llegar a ser lo que sueña. Los médicos constatan, no
obstante, que su deficiencia puede ser transitoria si se comba­te a
tiempo. La única forma en que se puede tratar de intervenir es una
terapia a base de la hormona "gh": años y años de bombardeo continuo
que le permitan recupe­rar los centímetros necesarios para enfrentar a
los colosos del fútbol moderno.
Es un tratamiento muy caro que la familia no puede permitirse:
inyecciones de quinientos euros cada una, que deben aplicarse to­dos
los días. Jugar a la pelota para poder crecer, crecer para poder
ju­gar: a partir de ese momento, ése es el único camino. Lionel no
pue­de ni siquiera imaginar un modo de curarse que no tenga en cuenta
la pasión de su vida, el fútbol.

Pero esos malditos tratamien­tos no podrá permitírselos a me­nos que
un club de cierto nivel lo tome bajo sus alas y se los pague. Y la
Argentina está hundiéndose en la devastadora crisis económica de la
que huyen en primer lugar las inversiones, luego las personas, cuyos
ahorros se volatilizan con el derrumbe de los bonos estatales. Nietos
y bisnietos de inmigrantes criados en el bienestar buscan la salvación
emigrando a los países de origen de sus antepasados. En esa situación,
ninguna empresa argentina, aun intuyendo el talen­to del pequeño
Messi, tiene ganas de cargar con los costos de seme­jante apuesta.

Aunque llegara a crecer algu­nos centímetros –tal es el razo­namiento–
en el fútbol moderno, ahora, sin un físico imponente, no se es nadie.
A La Pulga, una defensa maciza lo aplastará, La Pulga no podrá hacer
un gol de cabeza, La Pulga no soportará los esfuerzos anaeróbicos
requeridos a los centro-delanteros de hoy. Pe­ro Lionel Messi, de
todos modos, sigue jugando en su equipo. Sabe que debe hacerlo como si
tuviera diez pies, correr más rápido que un potro, ser imbatible con
la pe­lota en el suelo si quiere tener al­guna chance de ser un
jugador de verdad, un profesional.

Durante un partido, lo ve un observador. En la vida de los ju­gadores,
los observadores son to­do. Cada partido que ganan, cada penal que
consideran ejecutado a la perfección, cada muchacho que deciden
seguir, cada padre con el que van a hablar, significa trazar un
destino. Dibujarlo en líneas generales, abrirle una puerta: pero en el
caso de Messi, lo que le ofre­cen, representa mucho más. No sólo le
ofrecen la oportunidad de ser jugador de fútbol, sino la po­sibilidad
de curarse, de tener por delante una vida normal. Antes de verlo, los
observadores que oyen hablar de él, son de todos modos muy escépticos.
"Si es muy peque­ño, no tiene esperanza, aunque sea fuerte", piensan.
Pero, en cambio, hubo otras voces: "Bastaron cinco minutos para
comprender que era un predestinado. En un instante fue evidente hasta
qué punto era especial el muchacho". Esto lo afirma Charles Rexach,
director deportivo del Barcelona, después de ver a Leo en la cancha.
Es tan evidente que Messi tiene en los pies un talento único, algo que
va más allá del fútbol propiamente dicho: verlo jugar es como oír una
música, como si en un mosaico despegado, cada pieza volviera a su
lugar.

Rexach quiere retenerlo ya mismo: "Cualquiera que hubiera estado ahí,
lo habría comprado a peso de oro". Y es así como hacen un primer
contrato en un pedazo de papel, una servilleta de bar des­plegada.
Firman él y el padre de La Pulga. Esa servilleta cambiará la vida de
Lionel. El Barcelona cree en ese chico eterno. Decide inver­tir en el
tratamiento de la maldita hormona que se bloqueó. Pero pa­ra curarse,
Lionel debe trasladarse a España con toda la familia, que junto con él
abandona Rosario sin documentos, sin trabajo, confian­do en un
contrato garabateado en una servilleta, esperando que den­tro de ese
cuerpo infantil pueda es­tar realmente el futuro de todos. A partir de
2000, durante tres años, la empresa le garantiza a Messi la asistencia
médica necesaria. Cree que un muchachito dispuesto a jugar al fútbol
para salvarse de una vida de infierno tiene el raro combustible que
hace llegar a una persona adónde sea.

Pero los tratamientos te resul­tan agotadores. Siempre tenés náuseas,
vomitás hasta el alma. Los pelos de la cara no te crecen. Además,
sentís que adentro los músculos te estallan, los huesos se te parten.
Todo se te alarga, se dilata en pocos meses, un tiempo que debía durar
años. "No podía darme el lujo de sentir dolor", di­ce Messi, "no podía
permitirme mostrarlo frente a mi nuevo club. Porque a ellos les debía
todo". La diferencia entre quien invierte su talento para realizarse y
quien por él se juega todo es abismal. El arte pasa a ser tu vida no
en el sentido de que totaliza todo, sino que so­lamente tu arte puede
seguir ha­ciéndote vivir, garantizándote el futuro. No existe un plan
B, alguna alternativa en la cual replegarse.

Después de tres años, final­mente el Barcelona convoca a Lionel Messi
y la familia sabe que si no está en condiciones de jugar como se
espera, las dificultades para seguir adelante serán insu­perables. En
Argentina, los Messi perdieron todo y en España toda­vía no tienen
nada. Y Leo, a esa al­tura, recaería sobre sus espaldas. Pero cuando
La Pulga juega, toda la angustia se desvanece. Entre­nándose duramente
con el apoyo del equipo, Messi consigue crecer no sólo en bravura,
sino también en altura, año tras año, centímetro tras centímetro
exprimido de los músculos, alargado en los huesos. Cada centímetro
adquirido, un sufrimiento. Nadie sabe en reali­dad cuánto medís ahora.
Algunos calculan apenas un poco más del metro cincuenta, algunos un
poco menos, un sitio habla de un Messi que, al seguir creciendo, llegó
al metro sesenta. Las estimaciones oficiales cambian, concediéndo­le
cada tanto algún centímetro de más, como si fuese un méri­to, un
premio conquistado en la cancha.

Lo cierto es que cuando los dos equipos están formados antes del
silbato inicial, el ojo encuadra to­das las cabezas de los jugadores
más o menos a la misma altura, mientras que para encontrar la de Messi
debe bajar por lo menos al nivel de los hombros de los com­pañeros.
Para un deporte donde cuenta cada vez más la potencia y, para un
atacante, los casi dos metros de Ibrahimovic y el me­tro ochenta y
cinco de Beckham pasaron a ser la norma, Lionel si­gue pareciéndose
peligrosamente a una pulga. Como dice Manuel Estiarte, el jugador de
water-polo más grande de todos los tiempos: "Es verdad, hay que
calcular que las probabilidades de que Mes­si salga derrotado de un
choque cuerpo a cuerpo son altas, como es alto el riesgo de que sea
totalmente avasallado por los defensores. Pero con una sola
condición... primero tienen que poder alcanzarlo".

Y de hecho nadie consigue se­guirlo. El centro de gravedad es bajo,
los defensores le obstaculi­zan el paso, pero él no se cae ni se
mueve. Sigue corriendo, le­vanta la pelota con el pie, no se detiene,
gambetea, salta, esquiva, escapa, tira. Es impredecible. En Barcelona,
se burlan diciendo que los astros de la defensa del Real Madrid,
Roberto Carlos y Fabio Cannavaro, nunca han podido ver a Lionel Messi
de frente porque no consiguen alcanzarlo. Leo es rapidísimo, dispara
con sus pies pequeños que parecen manos por como se las ingenia para
sostener la pelota, controlar cada uno de sus movimientos. Cuando él
tira, los adversarios trastabillan en el estor­bo inútil de sus pies
número 45.

En una publicidad donde lo in­vitaron a dibujar su historia con un
marcador, es divertido y melancó­lico ver a Messi retratarse como un
chiquillo minúsculo entre larguísi­mos bosques de piernas, perdido
allí entre pelotas demasiado gran­des que vuelan lejos. Pero cuando
tocan tierra, él las agarra, veloz, y pequeño como es consigue pasar
entre las piernas de todos y llegar al arco. Cuando hay laterales y
los adversarios recuperan el aliento es precisamente el momento en que
él sale y los pasa, de tal ma­nera que cuando los goleadores se
imaginaban que lo tenían detrás de la espalda, se lo encuentran en
cambio ya cinco metros más ade­lante. El gran jugador no es el que
hace cometer faltas, sino ése al que nunca se le puede hacer ninguna
gambeta.


La belleza misma

Ver a Messi significa observar algo que va más allá del fútbol y
coincide con la belleza misma. Algo como un ímpetu, casi un
es­tremecimiento de conciencia, una epifanía que permite al individuo
que está allí, viéndolo gambetear y jugar con la pelota, dejar de
per­cibir una separación entre él y el espectáculo que está
presencian­do, confundirse plenamente con lo que ve, al punto de
sentirse uno con ese movimiento desigual pe­ro armónico. En esto, las
jugadas de Messi son comparables a las sonatas de Arturo Benedetti
Mi­chelangeli, a los rostros de Rafael, a la trompeta de Chet Baker, a
las fórmulas matemáticas de la teoría de los juegos de John Nash, a
todo lo que deja de ser sonido, materia, color, y se convierte en algo
que pertenece a todos los elementos, a la vida misma. Ya sin
separación, sin distancia. Están ahí, y no se puede vivir sin ellos. Y
nunca se ha vivido sin ellos, sólo que cuan­do se descubren por
primera vez, cuando por primera vez se los ob­serva al punto de quedar
hipnoti­zados, la conmoción es inevitable y uno no puede más que
intuirse a sí mismo. Mirarse en lo más pro­fundo.

Escuchar a los cronistas depor­tivos que comentan sus avances bastaría
para definir su épica de virtuoso. Durante un encuentro Barcelona-Real
Madrid, el cronis­ta, viéndolo asediado por los inten­tos de hacer
cobrar una falta dejó de describir la escena y comenzó con un
satisfecho: "No se cae, no se cae, no se cae". Durante otro
en­frentamiento de los archirrivales históricos, la ola estática
"Messi, Messi, Messi, Messi" recibe una "a" adicional que le quedará
siem­pre: Messia. Es el otro sobrenom­bre que La Pulga se ganó con la
gracia burlona de sus jugadas, con el estupor casi místico que suscita
su juego. "El hombre se hizo Dios e invitó a su profeta", así dicen
los carteles de un servicio televisivo dedicado a El Mesías y a quien
co­mo encarnación divina del fútbol lo precedió: Diego Armando
Ma­radona.

Parece imposible, pero cuando Messi juega tiene en mente las jugadas
de Maradona, igual que un ajedrecista en un determinado momento de la
partida a menudo se inspira en la estrategia de un maestro que se
encontró en una situación análoga. La obra maestra que Diego Armando
había realiza­do el 22 de junio de 1986 en Méxi­co –el gol votado como
el mejor del siglo XX–, Lionel consigue repe­tirla prácticamente
idéntica y casi exactamente veinte años después, el 18 de abril de
2007 en Barcelo­na. Justamente, Leo sale a unos sesenta metros del
arco, también él elimina en una jugada única a dos centrocampistas,
después ace­lera hacia el área de penal, donde uno de los adversarios
que había superado trata de derribarlo, pero no lo consigue. Se
amontonan al­rededor de Messi tres defensores, y en vez de apuntar al
arco, él sale hacia la derecha, saca al arquero y a otro jugador... Y
es gol. Después de marcar, se genera una escena increíble en la que
los jugadores del Barcelona petrificados, con las manos en la cabeza,
miran para to­dos lados como si no creyeran que fuera posible
presenciar todavía un gol como ése. Todos pensaban que solamente un
hombre era ca­paz de tanto. Pero no fue así.


David contra Goliat

La prensa inventa enseguida "Messidona", pero hay algo en el parecido
de los dos campeones argentinos que supera las simili­tudes
encontradas y produce un estremecimiento. En un deporte que parece
haber dejado atrás la etapa épica, las proezas de Messi se asemejan a
la reiteración de un mito, y no de un mito cualquiera, sino del que
está más fuertemente en contraste con nuestro tiempo: David contra
Goliat. Físicos mi­núsculos, barrios pobres, incapa­cidad de verse
distintos de como jugaban en las canchitas, cara siempre igual, bronca
siempre igual, como una pereza que se lleva dentro. Teóricamente
tenían todo lo necesario para fracasar, to­do lo necesario para
perder, todo lo necesario para no gustarle a na­die y para no jugar.
Pero las cosas resultaron diferentes.

Messi, cuando Maradona hacía aquel gol en México, todavía no había
nacido. Nacerá en 1987. Y la razón por la cual lo seguí a Barce­lona,
al punto de querer conocerlo, tiene su origen justamente en eso: haber
crecido en Nápoles en el mi­to de Diego Armando Maradona. No olvidaré
nunca el partido de los mundiales de 1990; un destino te­rrible llevó
a la selección italiana de Azeglio Vicini y Totò Schillaci a jugar la
semifinal contra la se­lección argentina de Maradona, justamente en el
San Paolo. Cuan­do Schillaci hace el primer gol, el estadio se alegra.
Pero se siente que en la cancha algo no funcio­na. Después del gol de
Caniggia la hinchada no napolitana –no autóctona– empieza a
agarrársela con Maradona, y entonces sucede algo que no ocurrirá nunca
más en la historia del fútbol y que nunca había sucedido hasta ese
momen­to: la hinchada se vuelca contra su propia selección de fútbol.
Los hinchas del sector napolitano em­piezan a gritar: "¡Diego!
¡Diego!" Por otra parte, estaban acostum­brados a hacerlo, ¿cómo
culparlos y cómo identificarse con otros? Aunque pudieran querer al
equipo nacional propio, en ese momento es Maradona quien representa a
la hinchada del San Paolo más que una selección de jugadores
prove­nientes de otras ciudades de Italia, de Roma, Milán, Turín.

Maradona había logrado inver­tir la gramática de las hinchadas. Y en
Roma se lo hicieron pagar en la final Argentina-Alemania, don­de el
público para vengarse de la eliminación de Italia en la semifi­nal y
de las defecciones generadas dentro de la hinchada, comienza a silbar
el himno nacional. Mara­dona espera que la cámara de TV, al recorrer a
sus jugadores, llegue a sus labios, para lanzar un "hijos de puta" a
los hinchas que no res­petan ni siquiera el momento del himno. Una
final terrible, donde en Nápoles todos hinchaban, ob­viamente, a favor
de Argentina. Pero, después el momento del penal absolutamente dudoso
des­truye toda esperanza. Alemania claramente en problemas debe, no
obstante, ganar y vengar a la Italia vencida. Un penal por una falta
contra Rudi Voeller; lo hace Andreas Brehme. Y el comentario del
cronista argentino fue: "Sola­mente así, hermano... solamente así
podían ganar contra Diego".

Me acuerdo muy bien de esos días. Tenía once años, y es muy difícil
que vuelva a ver alguna vez fútbol como ése. Pero algo parece volver,
de aquel tiempo. El gol en México contra Inglaterra, el gol repetido
por La Pulga veinte años más tarde, marca uno de los mo­mentos
inolvidables de mi infan­cia. Me pregunto qué maravilla y qué vértigo
sería ver jugar a Mes­si en el San Paolo, él, de quien el propio
Maradona dijo: "Ver jugar a Messi es mejor que tener sexo". Y Diego
sabe mucho de las dos cosas. "Me gusta Nápoles, quiero ir pronto –dice
Lionel–. Estar un poco debe ser lindísimo. Para un argentino es como
estar en casa".

El momento más increíble de mi encuentro con Messi es cuando le digo
que cuando juega se parece a Maradona – "parece", porque no sé cómo
expresar algo repetido mil veces, aunque deba decírsela igual – y me
responde: "¿De verdad?", con una sonrisa aún más tímida y contenta.
Por lo demás, Lionel Messi aceptó verme no porque sea un escritor o
por otra cosa, sino porque le dijeron que vengo de Nápoles. Para él es
como para un musulmán nacer en La Meca. Nápoles, para Messi y para
mu­chos simpatizantes del Barcelona, es un lugar sagrado del fútbol.
Es el lugar de la consagración del ta­lento, la ciudad donde el dios
de la pelota jugó sus mejores años, don­de de la nada partió hacia la
derro­ta de los grandes equipos, hacia la conquista del mundo.

Lionel parece todo lo contrario de lo que uno espera de un juga­dor:
no es seguro de sí mismo, no usa las frases habituales que les
aconsejan decir, se pone colorado y se mira los pies o se mordisquea
las uñas del índice y del pulgar acercándoselas a los labios cuando no
sabe qué decir y está pensan­do. Pero su historia es aún más
ex­traordinaria. La historia de Messi es como la leyenda del abejón.
Se dice que el abejón no podría volar porque el peso de su cuerpo es
des­proporcionado respecto de la fuer­za de sustentación de las alas.
Pero el abejón no lo sabe y vuela. Messi, con ese cuerpo flacucho, con
esos pies pequeños, esas piernas, el tor­so exiguo y todos sus
problemas de crecimiento, no podría jugar en el fútbol moderno, todo
músculo, masa y fuerza. Sólo que Messi no lo sabe. Y por eso mismo es
el más grande de todos.


*La Repubblica y Clarín, 2009
Traducción de Cristina Sardoy

IMPRIMIR 21.02.2009 | Literatura
Si se escribe por deporte
18:42 |
El deporte tiene una carne dra­mática que le es propia. Carga­do con
la derrota o la gloria en un flash irreversible, arropado por
multitudes y signos de poder en el triunfo o manchado por su reverso
miserable en la derrota, para un escritor sanguíneo es un imán. Sus
protagonistas, además, se transforman en mitos inflados de valor
simbólico y avanzan ro­deados por una colorida compar­sa de logreros y
de buscas. La inmersión artística y sociológica en sus oficiantes, los
deportistas, es ese anzuelo que hará pulsar el teclado.

Lo supo el estadounidense Nor­man Mailer que posó su mirada sobre el
peso pesado Mohamed Alí (Cassius Clay) para escribir las mejores
páginas en su estilo periodístico literario. Ya le había dedicado el
libro-reportaje "El rey del ring", en 1972, cuando en 1974 cubrió el
retorno de Cassius a los 32 años contra George Foreman (24), favorito
8 a 1 en las apuestas. De ese combate surgió otro texto impar, "La
pelea del siglo", donde el autor de "Los desnudos y los muertos"
remedó en palabras lo que había visto en el ring: "El prín­cipe de las
doce cuerdas danzaba como una mariposa y picaba como una avispa", dejó
escrito y celebró el triunfo de su admirado: "El cuer­po le brillaba
como los flancos de un pura sangre".

Julio Cortázar, entre nosotros, le de­dicó páginas de espuma al boxeo
en muchos textos pero, sobre todo, en el cuento Torito, sobre la
agonía de Justo Suárez, un monólogo inte­rior con lenguaje oral y
respiración endiablada: "Qué le vas a hacer, ñato, cuando estás abajo
todos te fajan. Todos, che, hasta el más maula".

El sueco Henning Mankell escribió una frase en la que muchos
cro­nistas se reconocerían: "Un buen partido de fútbol es una buena
his­toria". Entre las crónicas resisten­tes de Osvaldo Soriano hay una
que dura más: "Obdulio Varela, el reposo del centrojás", relato
epi­fánico sobre "el negro jefe" que en la final del Mundial de 1950
se cargó su selección uruguaya al hombro y convirtió al recién
inaugurado Maracaná en el más gigantesco monumento al duelo del que se
tenga memoria. Alicia Dujovne Ortiz, narradora argentina radicada en
París, insospechada de populismo, se clavó en la ima­gen de Diego
Maradona llorando tras la derrota en el Mundial de Italia y lo marcó
hasta escribir la biografía "Maradona c'est moi".

Alberto Moravia y Mario Vargas Llosa fueron cronistas depor­tivos.
Albert Camus y Vladimir Nabokov, arqueros. El hilo que une la
escritura al deporte es de metal noble.


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